La estafa de la madurez

o "Cómo la sociedad me mintió".

A título personal

 

Me quisieron crecer de prepo como a todos. Me metieron todas las conjuras y embrutecimientos que se pudo. Primero con la educación, luego trabajando para beneficio y aprendizaje de la resignación. Pero me revelaba sin desearlo, porque sufría, porque no hacía nada de esto alegremente, por el contrario, cualquiera de estas actividades “dignificantes” me deprimían. Pasé por médicos, psicólogos, psiquiatras, reformatorios, manicomios. Banco, posesiones, dinero. Fui en bondi, comí asados, me llevaron a una cancha.

Nada me apasionaba, ni siquiera lo que me gustaba.

Absolutamente ningún fundamentalismo me convenció, porque no hay nada más adulto que convertir en religión cualquier cosa que hace y ama. El carácter dignificante de un tedioso trabajo, el rito de meterse a un partido de fútbol beligerante como a misa. Engullirse vacas, pollos y cerdos como una superstición que unirá amigos, y sustancias asesinas y alcohólicas que nos harán personas más interesantes por un rato para, con mucha suerte y mentira, encamarnos y procrear.

Nos bautizan desde bien temprano en patria, propiedad privada, religión, democracia, educación, para que no podamos elegir, nos hacen esto antes de la edad de la razón.

 El adulto no hace más que adentrarse en una moral que justifique cualquiera de sus acciones. Es decir, primero elige sus rutinas y vicios, por más inmundas y antinaturales que sean, y luego escoge una ideología que bendiga sus actos. Por eso el adulto es moralista y fundamentalista. Todo lo que disfruta y hace por conveniencia, se convierte automáticamente en correcto.

Su equipo de fútbol es lo mejor del mundo y lo defenderá encolerizado ante sus compatriotas sin ninguna finalidad concreta y la llamará “folclore”; considerará a su país el mejor del universo sólo porque él nació allí; su familia es lo más importante sin tener en consideración aberrantes e ilegales comportamientos antiéticos por el hecho de que comparte su “sangre”, dirá, aunque no tenga ni idea qué significa la genética concretamente; tendrá “gustos” y “preferencias”, como gusto de helado, fierros, música, que no es más que porquerías que casualmente están de moda, pero se creerá “único es su especie”; tendrá ídolos y ejemplos a seguir, una única religión, por supuesto, que, como casi todo, no eligió y sólo se le cruzó en el camino.

Dirá que su cuerpo es un templo y manejará hasta un gimnasio para andar en bicicleta y moldear su figura como Dios manda, y todas las imágenes y estereotipos de publicidades y televisión también mandan. No obstante, antepondrá siempre el prefijo “lo hago por mí” que aprendió como buen autómata, al igual que todas las mujeres que dirán lo mismo para depilarse u operarse, “lo hago para mí”.

 

 De este modo cierra su círculo defendiendo a los suyos, las “buenas costumbres” y la “moral”, así en general, sin tener nada en la cabeza, sólo porque él lo hace.

No eligió nada. Ni su familia, ni su barrio, ni su país, otro trabajo no le quedó y creyó creer que eligió lo que va a estudiar, por ejemplo, ingeniero agrónomo o licenciado en marketing, que no es más que aquello que ya estaba allí antes de él y algunos imbéciles como él se lo metieron en la cabeza.

Sin embargo, para eso están los clubes de barrio, los padres, las escuelas, los políticos y las instituciones. Para convencernos de que somos partícipes y dueños de nuestras decisiones y, lo peor de todo, defenderlo con rabia ciega y violencia, como el más estúpido de los soldados o bufones de un rey.

Con lo primero que yo me crucé fue con el dibujo, la escritura y la música, en ese orden. Y no por eso debo enaltecerlo a magnificencias que la conviertan en las obras más elevadas del hombre, colando a todo el mundo por un capricho mío. Con boludeces como “es la máxima expresión del hombre”, “la gente no podría comprender el mundo si...”, “¿qué sería de nosotros si...?”, “la vida es como un...”, y cualquier frase generalizadora que incluya a todos los humanos únicamente porque a mí sólo se me ocurrió hacer eso.

Y lo peor de todo, porque está claro que es una estafa muy bien disfrazada, a todo este cúmulo de creencias y supersticiones, tenemos el coraje de llamarlo madurez. Esto quiere decir, la más alta expresión del crecimiento del hombre. A convertirse en un cabezadura que no le entra más nada en la cabeza y decide contentarse con una experiencia y sabiduría paupérrima y patética que fue su miserable vida.

 

“Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez” (Alejandro Dolina)

 

Y esta crítica no es por tener una vida con mayor o menor éxito, sino por el aspecto psicológico de conservadurismo y ceguera de convertir cualquier fracaso en éxito, y cualquier éxito en “ejemplo de vida”. Y, como ya todos sabemos, este adulto, por el mero paso del tiempo se considerará sabio y experimentado, sólo por caminar los mismos aburridos caminos una y otra vez, y, para colmo de la arrogancia, cree tener los derechos para educar a generaciones futuras en el evangelio del egoismo, conformismo, acriticismo.

Está muy bien que trabajemos por dinero y por nuestros hijos, que nos guste el fútbol y absorbamos una religión, o simpaticemos con una creencia y seamos correligionarios del fútbol; pero nada de esto es una mala o gran noticia. Es sólo una noticia. Ni fu ni fa. Nadie eligió. Nos tocó en suerte.

¿Pero saben lo que ocurre si no creyéramos en los poderes mágicos de estas ritos y actividades? Carecerían de sentido enaltecedor, comenzaríamos a dudar y a buscar otras alternativas. Y el poder vigente no querrá eso. Sería algo así como una religión sin iglesia.

Sería peor que un absurdo. La moderación no está en discusión ni puede estarlo, tampoco el ensanchamiento de perspectivas. Sería como un cura católico recomendando revisar otras creencias para que no sean mojigatos e hipócritas. Sería un político que no desprestigie a otros. Sería un shopping que recomiende hacer artesanías en sus casas. Sería un patrón que mande a sus trabajadores a sus hogares para que no pierdan tres cuartas partes de su vida. Sería un periodista deportivo o jugador pidiendo que no se tomen tan a pecho las cosas y que los colores de un club son un capricho.

Sería perder la ley divina, sería perder el sentido de la vida impuesto por otros, sería pensar, criticar, buscar perspectivas, sería que los deportistas, políticos y cleros pierdan poder para que vuelva a nosotros la libertad de escoger. Sería depresión y estoicismo, humor, alegría y amor.

El fin del mundo como lo conocemos.

 

4/03/16

Bruno del Barro