Ensayo contra la adultez

(1ra Parte)

 

Algunos adultos son peligrosos. Los vemos ir y venir por los circuitos y arterias que habitan y frecuentan con sus convicciones siempre latentes, sin saber qué combinaciones del lenguaje podrían hacerlos estallar. Quizá algún ambiguo e indefenso comentario, del gobierno, la inseguridad, el trabajo, la religión o la familia. O sobre la mejor música, el mejor artista, el mejor auto, el mejor equipo, el mejor jugador, el mejor asado.

No podemos saber con precisión, en especial en largas veladas donde no hay escapatoria como navidades y asados, qué ingenua acotación u observación desatará una tormenta en la mente de algún adulto persuadido respecto un tema. Nubes densas de opiniones que se han ido condensando en el transcurrir del tedio habitual y la repetición, de la reincidente exposición a medios de comunicación -que nos transporta irremediablemente al paroxismo de la indignación-, que largará con truenos y relámpagos un elocuente discurso in crescendo en decibeles que su propio hartazgo ante los hechos de la vida, la televisión y la radio retroalimenta.

Y cuidado con contestar, con alimentar al monstruo hipersensible y delicado con ideas contrarias o críticas; no se logrará más que enfurecer a la bestia que regurgitará nuevamente el mismo sermón pero con más vehemencia, como si en esto consistiese un argumento superador, y si es necesario ad infinitum, hasta que cada uno de los receptores adhiera completamente a su posición o calle la boca, como admitiendo la derrota, porque la discusión consiste, sin más, en una competencia con ganadores y perdedores, y en segundo lugar, de quién posiblemente tenga razón.

Lo primordial es vencer, prevalecer, imponerse, gritar más fuerte, someter a los demás, respecto a la mejor forma de gobierno, el menotismo o bilardismo, el correcto proceder para asar la carne, el mejor producto del mercado para tal o cual fin.

 

 Otros adultos andan caminando por las mismas calles y habitando los mismos edificios desde hace décadas, una y otra vez, cumpliendo con aquella clonación de acciones en todo un día que, indirectamente, les dan de comer y vestir. Y que además, aseveran con orgullo, dichas tareas circulares los dignifican como hombres y ciudadanos de bien, haciendo del “estar ocupado” su nueva religión, pues no conciben nada más elevado que hacer un poco de dinero a través de extensas jornadas de aburrimiento y redundancia, aunque se trate de un destino no elegido, que no controlan, ajeno, el de un engranaje anónimo, sustituible, despersonalizado, pero que han tragado con gusto la prédica propagandística de que se es, sin embargo, útil, necesario, digno, patriótico, por un supuesto bien común elevado de prosperidad que envuelve a toda una nación.

 

Taciturnos y circunspectos, desprendiendo de sus cuellos de camisas a cada uno de sus pasos una ligera emanación a perfume barato, traspiración y resignación, arrastrando los fanguses. Resignación, empero, que ellos han disfrazado y bautizado a través del tiempo, la repetición y el auto-convencimiento, con dignas palabras, como responsabilidad, compromiso, deber, disciplina, ciudadanía..., como si se tratase de una inspiración propia y no histórica y biopolítica. La tradicional parafernalia de eufemismos adulta que es capaz de ennoblecer todo fracaso y humillación, todo destino fortuito y masificado que aniquiló los propios anhelos y sueños para devenir en obligación cívica, y justificar hasta la acción más vil y egoísta, azarosa e intrascendente, en nombre del bien común, el orden y la democracia.

En otros mayores de edad, o en los mismos que describimos hasta ahora, se impregna en su mirada efímeras alegrías individuales, aquellas asépticas, “sanas”, escuetas y lacónicas, que para muchos opinadores, deberían ser las únicas permitidas: el campeonato de un equipo, las primeras palabras de un hijo o sobrino, el atisbo de una aventura amorosa, un diploma universitario, un casamiento o despedida, un ascenso laboral, la concesión de un crédito, el estreno de algún artículo de consumo.

 

En cambio de otros, los menos, es poco lo que se sabe. Parecen soñadores, y estos ensueños por su carácter inexplicable, los marginan casi inmediatamente, pues el adulto teme mucho a lo no palmariamente clasificado y establecido por el sentido común.

En algo podemos llegar a coincidir gracias a este “sentido común” que por definición todos compartimos, pero que suele reprimir todo rastro de autonomía y originalidad en los propios deseos: los primeros descriptos son plenamente adultos, y los últimos, en cambio, poseen todavía -o a pesar de todo- características de lo contrario: de inmadurez, patrimonio de niños inexpertos e imaginativos, que aún vuelan sin conocer de cielos rasos e hipotecas.

Esta clasificación no científica, qué es de adultos y qué de niños, desarrollada naturalmente en la cotidianeidad, define con sus azares las actividades propias de cada etapa de la vida -niñez, adolescencia, adultez, vejez.

Cosa de adultos: la necesidad de clasificación, sistematización, codificación, simbolización, categorización, ordenamiento. De tener colocado a la mayoría de las personas y cosas en simétricas estanterías mentales, incluso y sobre todo, a su propia persona.

Por esto mismo, aquel adulto que lea esto rápidamente querrá catalogarse y de paso salvarse: “Soy un adulto que aún conserva su niño interior”, “Tengo mi propia personalidad”, “Soy mucho más razonable que el resto”, “El comportamiento errado e inmoral de los demás es la causa de mi irritación y mal humor, por eso mis acciones están justificadas”. Y rápidamente dará ejemplos para ello. Porque lo primero que lee u observa de toda información que le es brindada, es si ésta compromete a su persona, sus intereses, su moral, su apariencia de hombre sensato y coherente, su visión elevada de sí mismo.

No encontraremos ningún comerciante o político inescrupuloso, un padre intolerante, o un golpeador que admita enteramente sus desatinos y disparates, y no minimice o justifique su accionar, con un proceder mental de auto-salvataje profundamente incorporado y automatizado, como una especie de instinto de supervivencia, pero en el sentido social y cultural del término. Queda dicho: instinto de supervivencia social.

Ciertamente, otra de sus propiedades: los eufemismos. Evidenciar todo acto caprichoso o fortuito de la vida personal y particular, en una moral superior y única que la contenga, en un sistema de pensamiento coherente que adapta la realidad a su comportamiento y no al revés: cualquiera sea su trabajo o actividad, se considerará digno, cualquiera sea su actitud ante los demás, se creerá solidario, cualquiera sea su enojo o berrinche, tendrá fundamento en la actitud errática o “tóxica” de los demás.

 

   Sistematización y universalidad en espacio y tiempo de todo lo personal y circunstancial: si al hombre mayor le fue bien en la vida por tal o cual circunstancia, a los demás también le puede funcionar. Si gracias a su sacrificio y esfuerzo logró salir adelante, el resto del mundo también puede. Si determinada pedagogía le fue, a su entender, fructífera -aunque esta incluya golpes y maltratos-, no hay razón alguna por la que no pueda ser efectiva para el resto de los mortales. Lo individual se torna universal (¿quién no es así en menor o mayor medida?).

   Tengamos en cuenta que este y los anteriores comportamientos poseen “piedra libre” en la adultez considerada plena, sin aduanas, ni jerarquías, ni cuentas que rendir: el auto-convencimiento es suficiente y eficaz, descubre en todo pruebas que testifiquen y legitimen su moral, y lisa y llanamente descarta u olvida todo aquello que la contradiga, pues precisamente ya es adulto, el que dicta las reglas, el que impone, no ya un niño con una autoridad superior que le dice que aquello que hace es egoísta y aquello otro un capricho o manía.

Las críticas directas y sinceras, las que no tienen intención de herir, no son bienvenidas. No podrá tolerar el escuchar pasivamente hasta el final a alguien que critique con decencia sus costumbres y creencias, ágilmente las despachará con el calificativo de calumnias, ideas y pensamientos peligrosos, la razón misma de por qué las cosas andan mal en el mundo.

Instintivamente, tampoco sabe vivir sin la opinión ajena, y por eso debe hacérnoslo recordar a cada minuto: “a mí la opinión de los demás no me importa”, en una paradoja ejemplar.

Necio sería negar esta sabiduría popular que tarde o temprano en nuestra vida nos advierte el adulto persuadido de sus propios clichés y muletillas, afectándonos seriamente: “Esos son juegos de niños”, “Ya no tenés 15 años”, “Es hora de sentar cabeza”, “Ya sos un adulto, deberías actuar como tal”, “Aprovechá ahora que sos joven, después no vas a poder…”, y un infinito etcétera.

Es redundante decir que estos dichos sólo pueden salir de la boca de un adulto, que para aseverar de tal forma debe poseer cierta seguridad interna sobre su conocimiento y experiencia. Para el adulto, todo conocimiento es suficiente, toda experiencia es basta para soltar su opinión como guillotina, aunque falte mucho en el camino de la vida.

Todo viaje del trabajo a casa, o de casa al supermercado, sus charlas en bares y reuniones casi siempre con las mismas personas y en símiles contextos, en fin, toda rutina de trabajo y ocio, es suficiente para dar un dictamen, por ejemplo, sobre la inseguridad del país y sus respectivas soluciones. Todo lo que vea o lea en televisores o diarios, padezca él o sus amigos en el trabajo, más que suficientes para discernir sobre lo que está bien y mal en el deporte, la economía y la política de la nación toda.

 

¿Qué nos hace creer que los reyes magos, el hombre de la bolsa y el ratón Pérez son ilusiones permitidas para los niños, que al fin y al cabo el adulto debe darle término en algún momento, porque no son más que fábulas y leyendas, y en cambio nuestras concepciones de patriotismo, orgullo e identidad nacional, religión, dioses y demonios, el bien y el mal, próceres y enemigos, guerra y paz, prosperidad y fracaso, desarrollo y subdesarrollo, amor y odio, educación institucionalizada, títulos académicos, democracia partidaria, justicia a través de leyes inamovibles, son lo “serio” y lo real, lo plenamente desarrollado y constituido por el homo sapiens sapiens, el hombre que piensa y sabe que piensa, y no más que cuentos, pero para adultos, fantasías sostenidas a través del tiempo que se convierten en verdades indiscutibles cuando ya son demasiados los que las sostienen, como lo fueron antes los monarcas representantes del Dios único, y la Tierra plana y el eje en el Universo en torno giraban el resto de los astros, dadas por sentado, incuestionables, mientras no haya nadie más “adulto que nosotros” para ponernos en nuestro lugar, y sólo la lucha puede superar a ese conservadurismo inmutable en todas las épocas para alcanzar, muchas décadas o siglos después, quizá ya demasiado tarde, cuando el daño está hecho, un cambio de paradigma?

 

Fin de la primera parte. Este es sólo el comienzo de un largo ensayo, sin ningún tipo de valor científico o estadístico. Pero sí quizá filosófico y social, reflexivo y hasta poético y literario (señalando y afirmando la imperiosa necesidad adulta de clasificación ya mencionada); y a pesar de todo lo subjetivo de la cuestión, basada en las más diversas fuentes que se detallarán con puntillosidad al final de la exposición.

Más adelante, también declararé la paradoja de cómo sólo un adulto es capaz de desenmascarar la farsa de su propio mundo, el mundo adulto.

 

Bruno del Barro

 18/10/16

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