Pequeño ensayo sobre la decadencia de la Ley

(1ra Parte)

 

La Ley es un recurso histórico y primitivo de la civilización, que a pesar de sus bondades originarias y aún necesarias actualmente, la organización social continúa considerando muy fundamental y casi exclusiva para delimitar los comportamientos humanos disminuyendo a otras ciencias.

Estas normas, palabras oficializadas sobre prestigiosos papeles por alguna autoridad ungida, se imponen de un día para el otro, como un gran fantasma sobre el cielo de una nación, apelando al policía interior de cada uno de los ciudadanos, inmutables a todos por igual según la tradición del derecho y la cristiandad, y aplican a quienes circulan entre las fronteras imaginarias y políticas de una nación conceptual, sobre qué hacer y qué no en la jurisdicción correspondiente, e impone un mismo castigo ante la misma desobediencia.

 

“La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan.”  Anatole France (1844-1924)

 

Cuando la primera educación no funciona, cuando las amables invitaciones y repeticiones a comportarse de tal forma son desoídas, se aplica el castigo sobre el individuo, como antes el látigo y la espada en los patíbulos, como método suficiente para amedrentar al resto de la población y disuadirla de tales y cuales comportamientos.

 

Señalar no es enseñar

Semejante a la paternidad consistente en la mera señalización –sin explicación- de libertades y restricciones como advertencia a sus niños y vástagos, para luego aplicar su ley ante la trasgresión que saltearon las reiteradas amenazas y apuntamientos con un dedo.

La ley apela al egoísmo inmediato del hombre, a despertar en su interior el miedo por el devenir del castigo manifiesto a su cuerpo, coartando su anterior “libertad” –dando por ya existente, según la Constitución, esta libertad-, y no a la comprensión racional de la conducta, el aprehender e incorporar el por qué de lo inmoral de la acción. Es el no porque no.

El imperio de la ley inspirado, como sabe todo estudiante de política y derecho (ver fuentes), en leyes divinas, en los espíritus superiores e inmortales, que comunicaban a través de prohombres intermediarios con el pueblo, la voluntad de Dios.

Los monarcas, los aristócratas, los ungidos, la realeza, los escogidos, los leviatanes de nuestra historia son las imitaciones más o menos fieles en la Tierra de aquella inspiración celestial, que aún tiene sus remanentes: la ley posee todavía un sesgo de la divinidad que antiguamente se otorgó a ciertos hombres y a Dios.

Y si algo nos enseña la historia, es que esta fe en lo superior fue el motor psicológico del que dependieron todas las civilizaciones para moralizar y justificar en nombre de un bien común todas las tragedias, guerras, purgas, sacrificios e injusticias: es parte del plan divino o del proyecto de un estado-nación; no lo podemos entender ni debemos intentar hacerlo, debemos tener en cambio confianza irracional en los designios.

 

Las civilizaciones de todas las épocas, incluso las sociedades más racionalistas y humanas como las helénicas, renacentistas o ilustradas, requirieron siempre de la ciega fe de su población menos dotada, cuando la obediencia requerida no se podía justificar con la razón.

Las religiones oficiales que formaban una institución siempre independiente –pero no así las otras instituciones de esta-, se adjudicaron casi por completo el patrimonio de la moral y de la ética, atándola así al rol de impartir justicia, y de este modo al castigo punitivo, basándose irreductiblemente en un único libro o en interpretaciones de este, para desarrollar una psicología del sacrificio y la fe. Es así que en un primer momento la religión, la educación, la justicia, la criminología y el poder punitivo fueron un todo único indivisible. (1)

Incluso mucho antes, cuando se habla de paganismo, leyenda y mitología, es decir, de religiones antiguas no aceptadas ya por el orden imperante, -como observó Freud en Totem y Tabú (1918)-, todos los mitos guardan un parentesco con las normas que regulan a todas las sociedades humanas”. (2)

Con el tiempo, esta fe fue mutando de objetivos pero no en su esencia y naturaleza “ciega”: si en su tiempo la caridad, la castidad y el sacrificio se justificaban en la tierra por la abstracta figura de un más allá, de un correcto comportamiento en vida para tener lugar en la siguiente; más adelante tendría su razón de ser en la abstracta figura del Progreso de una Nación, no sólo el material sino también el espiritual, con su liturgia propia que reemplazó santos, cánticos y mártires tradicionales; con los próceres, los himnos y los símbolos, las tierras, los campos e industrias.

Estas figuraciones de una nación elevada justifican por sí mismas todo sacrificio cuando se lo requiriese, nuevamente, en nombre de un bien común más encumbrado que el personal, pero ahora, en nombre de la Razón, divorciados ya, los distintos poderes e instituciones (Iglesia, Estado, Poder Judicial).

A partir del Iluminismo, que quiso alejarse de las interpretaciones del mundo escolástico-medievales a través de la razón y la ciencia, parieron nuevas teorías legislativas y contractuales que con el tiempo serían encauzadas por las ideas burguesas, que no obstante, prosiguieron en las cruzadas por mantener una fe cegada, como demuestra la historia y sostuvo desde un principio Rousseau –y prevaleció con el tiempo- en su crítica a los ilustrados: consideraba que no se debía destruir la fe religiosa y las pasiones, sino retomarlas en el “amor patriótico” al que denominó: “la más heroica de todas las pasiones”. (3)

En 1701 Christian Thomasius realizó por primera vez una tesis seria que desbarató las teorías que fundamentaban la quema de mujeres por la Santa Inquisición, anunciando el Iluminismo, “y, como si esto fuera poco, echó las bases para una adecuada distinción entre moral y derecho (pecado y delito), aunque hasta hoy pupulan muchos que se niegan a comprenderla…” (1)

 

  

La esencia es la misma. Primero la fe sesgada y demencial a las leyes de Dios, y luego, en las leyes mismas. La sociedad basada en los premios y castigos del cielo e infierno, y después, las mismas soluciones disciplinarias, pero con premios y castigos terrenales.

Podemos mencionar, entre los grandes cerebros del iluminismo y la conformación de una nueva legislación imperante, al inglés Jeremy Bentham, quien “concebía a la sociedad como una gran escuela, en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para lo cual el gobierno debía repartir premios y castigos: como es obvio, los premios deparaban felicidad y los castigos dolor y, como también parece obvio, el ser humano sano y equilibrado debía preferir los primeros con su felicidad y no los segundos con su dolor. Por eso, se abstendría de cometer delitos.” (1).

Y así, una vez más, se reforzó el mito del castigo como principal método pedagógico que persuadía a los hombres de realizar el mal. 

Dicho sea de paso, Bentham es el creador del concepto arquitectónico del panóptico, la idea del ojo que todo lo ve, el predecesor del Gran Hermano.

“El positivismo restauró claramente la estructura del discurso inquisitorial: la criminología reemplazó a la demonología y explicaba la etiología del crimen; el derecho penal mostraba sus síntomas o manifestaciones al igual que las antiguas brujerías; el derecho penal explicaba la forma de perseguirlo sin muchas trabas a la actuación policial (incluso sin delito); la pena neutralizaba la peligrosidad (sin mención de la culpabilidad) y la criminalística permitía reconocer las marcas del mal (los caracteres del criminal nato). Todo esto volvía a ser un discurso con estructura compacta alimentado con los disparates del nuevo tiempo histórico.” (1)

 Las leyes religiosas, retomamos, tienen ciertas características que perduraron hasta nuestros días, que demuestran claramente su independencia de la razón, aunque en la época de la Razón también funcionaron: constan de revelaciones, sentencias cortas e irreductibles, apelando a la inspiración celestial, a los arrebatos de pasión, para inculcar un mandato firme y suficiente, pero sin explicación: “es la Ley de Dios” o “es por el bien común de la nación” fue y es un argumento concluyente y taxativo. Está mal porque está mal. Lo mismo decir al presente “Lo dice la Ley”, por más que se quite la religión de la escena, la fe y la adoración siguen latentes en otros objetivos.

 “Esta nueva religión (Cristianismo), nacida en una provincia romana, la Judea, fue aceptada en las primeras épocas por las clases más humildes y menesterosas, que vieron a la doctrina de los cristianos como un elemento capaz de liberarlas de la triste situación en que vivían.” (4)

Es decir, a través del cristianismo, por vez primera en la historia, la miseria y el sacrificio sin ningún tipo de recompensa en vida, encontraba su sentido y remuneración en la expiración misma, y de hecho, yendo aún más lejos, se atrevió a alentar, estimular y exhortar a esta resignación y miseria como estilo de vida sistematizado, absolutamente necesario para alcanzar la bienaventuranza en el más allá.

 “El cristianismo cobra un gran impulso e influye de manera notoria en los cambios que se irán operando en la legislación romana. Principios cristianos como la caridad y la castidad, son elevados al rango de reglas jurídicas. Estos simples ejemplos demuestran que el Cristianismo tuvo decidida influencia en el desarrollo del derecho romano” (4)

A ver si se entiende: la mayor parte de la historia de las leyes se sostuvo en los supuestos mandamientos anacrónicos del más allá, de autores anónimos de un pasado incierto, que por supuesto desconocían las futuras necesidades humanos en el contexto de un pueblo ulterior, lejano y naciente, en un lugar geográfico particular que determina entre tantas cosas, su economía. Y de estas materias o ciencias (política y economía), la biblia posee un desconocimiento proverbial, tanto como de las relaciones humanas y de producción que su estructura económica establece.

No obstante estas carencias bíblicas en materia de ciencias políticas, humanas y económicas, los mandatos allí en la tierra se aplicaron, primeramente en un imperio romano de derechos nacientes, de enorme influencia luego en el derecho actual.

La inspiración divina tiene ciertas características, que deben ser mencionadas porque sus vestigios tienen alcance hasta el presente mismo: por más que se haya apartado a Dios de la escena, aquellas palabras plasmadas en papeles, aún poseen el carácter de absolutistas y sagradas, inviolables y veneradas, apelando a una supuesta superioridad por encima de los hombres, origen suficiente para que sean aplicadas, por más que hayan sido redactadas por sujetos de carne y hueso y que éstas se modifiquen una y otra vez según necesidades políticas, se continúa recurriendo a la calidad suprema de aquellos principios para que el vulgo, las mayorías, los incorporen, los practiquen en sus comportamientos y los disuadan de otros. Ni los estudien ni los comprendan, ni los cuestionen o duden de ellos. Sólo que los apliquen. 

 

 

Una y otra vez cientos de miles de ciudadanos del país reiteran las muletillas ante las injusticias cotidianas: “se debe aplicar la ley”, “necesitamos justicia y penas ejemplares”, o cuando algo no se pudo evitar, es que “no se aplicó la ley correctamente”. Demostrando a las claras, prácticamente sin antítesis ni posible oposición argumentativa, que las personas comunes poseen una fe irracional en ellas, como antes y ahora se tiene a la voluntad de Dios. Y si algo en el mundo no funciona o no se entiende y se desvía de los carriles del “buen proceder”, y de todos modos se delinque, se corrompe y se muere, la única razón posible es la buena o mala aplicación de las leyes.

La tesis central es la siguiente: se continúa aferrando masivamente a la idea de que el principal delimitador de los comportamientos inmorales de una sociedad son las leyes, y prácticamente no hay voz que se alce a racionalizar esta idea fijada tan profundamente: ni educación, ni formación, ni desigualdad, ni contradicciones sociales: si el país no funciona como debe es que “las leyes no están bien aplicadas”, y finiquitada la cuestión.

No se estudia ni relativiza el real poder de estas meras palabras y deseos escritos en papeles beatificados jurídicamente sobre su influencia en la psicología de los hombres y su capacidad organizativa en la sociedad, se da por sentado su categórico influjo y potestad como se da por sentado que un agua es bendita cuando un clérigo se encarga de ello.

Y no hay medio de comunicación, institución, político o ciudadano que coloque en tela de juicio su prestigio popular y divino y las baje a tierra, a la psicología de los hombres concretos y corpóreos, contradictorios, sentimentales, impulsivos, oscuros y enfermizos, extraños y prodigiosos a la vez.

La frase introductoria del influyente contractualista Rousseau no es tan casual o poética en el contexto de este artículo: “Serían necesarios dioses para dar leyes a los hombres”, y en esto consistió la conformación de sociedades primeramente por nobles y clérigos y luego en la conformación de estados nacionales: las leyes fueron dadas por los dioses y los hombres meros intermediarios, y cuando este paradigma fue mutando, las leyes mismas fueron consideradas deidades.

Esta incuestionable influencia de una religión que gira en torno a los intereses del más allá, que desconoce en absoluto los contratos sociales, las emociones humanas y los contextos de los pueblos, se aplicaron y se aplican en la Tierra: el matrimonio, el divorcio, la patria potestad, régimen de parentesco, trato a los deudores, etc. (4)… todas estas influencias directas del cristianismo, pasando por el derecho romano, hasta el actual.

Y todo lo eterno y elevado, pretende la misma eternidad y elevación en las acciones en la tierra: la unión del matrimonio, para dar un ejemplo concreto, el concepto abstracto de él, es sagrado y puro, atendiendo a las necesidades de perfección a la que Dios aspira de nosotros en vida para pasar luego a la siguiente, y al mismo tiempo, a las necesidades administrativas y económicas (la unión monogámica como primer núcleo, entidad y asociación comercial) de un Estado enormemente atado a la Iglesia -aunque se diga lo contrario-, que no obstante,  a pesar de los notables descubrimientos de las ciencias humanas sobre todo en el último siglo, se desentiende y desconoce la ambigüedad del hombre, sus contradicciones, su amor y desamor, su miedo, su melancolía, sus arrebatos e irracionalidad, su violencia y sus placeres, su morbosidad, fetichismo y posible locura y enfermedad.

La Ley, en fin, juzga a una humanidad errática como mero capricho individual y aislado que quiere desobedecer las normas por pura voluntad; y concibe al castigo como arma eficiente e idónea para persuadirlo de su propia humanidad y personalidad construida, alterada y loca, en un contexto y entramado social complejísmo y heterogéneo.

 

 

Bruno del Barro

Octubre 2016

 

Fuentes

(1) “La cuestión criminal” (2011), Eugenio Raúl Zaffaroni - Juez, jurista y criminólogo argentino. El tratadista de Derecho Penal más citado de América Latina. Doctor Honoris Causa de una treintena de universidades en América Latina y Europa.

 (2) “Mitos y Leyendas de Sudamérica”, Álvarez Fernández Bravo (Compilador)

 (3) “El pensamiento político en sus textos: de Platón a Marx”, Juan Botella, Carlos Cañeque, Eduardo Gonzalo

-Jeremy Bentham (1748-1832) Filósofo, economista, pensador y escritor inglés, padre del “Utilitarismo”

-Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)  Escritor, pedagogo, filósofo, músico, botánico y naturalista, y aunque definido como un ilustrado, presentó profundas contradicciones que lo separaron de los principales representantes de la Ilustración.

  (4) “Derecho romano”,  Eduardo Casiello Abogado - Egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales del Rosario, el 26/04/1994.- Título expedido el 18/07/1994.-b) Escribano

 

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