Literatura: "Ese realismo apabullante"

La muerte de la realidad y el Realismo

Ese realismo apabullante

La muerte de la realidad y el Realismo

 

 

Personajes de la vida cotidiana, en asados y reuniones, dicen cosas por el estilo: «íbamos con el Turco…, sí, ahora me acuerdo, nos tomábamos el 122 en la esquina de x y x, que nos dejaba en x, y teníamos que caminar x cuadras; a veces pasábamos por lo de x que era un tipazo y le manguábamos x, para seguir nuestro camino hasta el bar de x, donde nos encontrábamos con x, x, x, x y x, y donde siempre nos pedíamos x y unas bebidas que nos gustaban mucho, que se llamaban x, que ya no se hacen más…»

 

Estos frecuentes inventarios de nombres, de acciones (fue, vino, dijo, se levantó, caminó, se sentó, tomó un café, se prendió un cigarro, cerró los ojos, apretó los labios, alzó la mano, etc.), de objetos y de lugares, nacidos del trato habitual, de una economía de la palabra que no necesariamente corresponde con la realidad, se han extendido hasta el ejercicio de la literatura, y parecen bastar para rellenar páginas hasta alcanzar cuentos, crónicas, guiones o novelas enteras.

 

Este método narrativo –en la narrativa o en el habla, o en la narrativa que imita el habla– reafirma cierta superstición (sustancialista) con respecto al lenguaje: que las palabras tienen su equivalente en cosas concretas; que estas cosas portan un nombre inherente y eterno; que todas esas cosas y nombres que se reiteran en el mundo social son de mayor importancia que otras (los nombres propios, la identidad, el oficio, las preferencias, el estatus, el sexo, el género, etc.); que las cosas que portan un mismo nombre a través del tiempo poseen ciertamente constancia, una continuidad espacial y temporal; etc.

 

Saber observar aquella realidad cotidiana como se expresa en el primer párrafo y saber reproducirla como, digamos, labor sociológica, en las letras, ha tenido sus méritos, como el de buen cronista, explorador o etnólogo. Pero de tener este método en un principio un tinte innovador, antropológico, revolucionario –reflejar por primera vez la realidad cotidiana de personas cotidianas–, pasa a ser, con el tiempo y la repetición, una labor rutinaria, conservadora. No nos olvidemos que el primer realismo (principios del siglo XIX) fue en esencia burgués, esto es, revolucionario.

Porque una cosa es plantear un escenario donde un chico aborda a una chica con preguntas y lugares comunes: ¿es la primera vez que venís acá? ¿Estudias? ¿Trabajás…?, y demostrar mediante algún ínfimo signo la patología de orden social y psicológica que re reproduce ahí, y otra es ser absolutamente incapaz de imaginar otra cosa, como el muchacho mismo, ser ese muchacho, en esencia alienado y reaccionario por monótono y falto de imaginación.

 

Cierta reproducción de la realidad convencional, inmediata y aparente, material y psicológica, como parece ser ya vicio de muchos escritores (muy leídos y talentosos de hecho), se ha transformado en la única realidad, demasiado similar a la realidad cotidiana, en lo que tiene esta de rutinaria, de tediosa, en su materialismo, su nominalismo y su fetichismo.

El escritor parece adquirir las mismas taras, los mismos vicios del lenguaje, reproduciendo la monotonía de la vida con más monotonía, no ya como observador de la realidad sino como cualquier otro ciudadano que ha caído en las garras del Hábito (en especial si este proceder es incentivado, bien recibido y retribuido por el público y las autoridades), como docente o periodista mal pagado, como el abuelo que reitera siempre las mismas historias con las mismas palabras, las mismas inflexiones; como los contadores de chistes de profesión, etc.

 

La educación realista, las raíces revolucionarias

El primer gran animal del detalle y la obsesión fue Gustave Flaubert. Sabemos que iba a tomarse los trenes de París no para dirigirse a alguna parte, sino para reproducir fielmente los viajes de sus protagonistas. Pero quizá sin ser consciente, su profundo ser nihilista (para mí, su originalidad) impregnaba sus obras: todas las acciones de sus personajes acaban, no digamos en tragedia, que sería algo, sino en la nada, o en su propio fin, sin pena ni gloria. Lo que de algún modo lo emparenta con Kafka; dicho sea de paso, profundo admirador del francés. Bobary muere estúpidamente, luego de yermas y burguesas aventuras; Bourbard y Pecuchet, después de transitar por todo el conocimiento humano, retornan a sus trabajos administrativos y burocráticos del comienzo; La educación sentimental es un largo trajín de amores y ambiciones burguesas tan estériles que aburren casi tanto como la vida misma. En esta trata Flaubert de plasmar el amplio espectro social e ideológico de su época para insinuar: todos son lo mismo, todo es lo mismo. Es decir que, para nuestra suerte, el maniático francés no pudo con su genio y dijo más de lo que aparentemente escribía.

Superficialmente, su mérito fue su ojo avizor y le mot juste; secretamente, su pérdida de fe en la humanidad. (Y esto es muchísimo más que realismo o naturalismo.)

Flaubert  sobre sí mismo: “Nací en el hospital de Rouen donde estaba mi padre. El cirujano y yo crecimos en medio de toda la miseria humana, de la cual me separaba un muro. De niño jugaba en un anfiteatro. Por eso tal vez luzco fúnebre y cínico. No me gusta la vida y no le tengo miedo a la muerte. La hipótesis de la nada absoluta ni siquiera me aterroriza. Estoy listo para saltar al gran agujero negro con placidez.”
https://www.insidewalk.net/lectures-xixe-xxe/1840-1860/flaubert/

Flaubert: hoy autor canónico, de academia. Entonces, vapuleado por la alta crítica, salvado por el entusiasmo del público general. Burgués que renegó de su clase y condición hasta el punto de detestarla, conservando sin embargo su gusto elevado por el arte.

La mención del remoto francés no es casual, ya que representa paradigmas y contradicciones del autor y sus obras tanto históricas como contemporáneas. El traductor Miguel Salabert historizó sobre La educación sentimental:

«¿Qué era eso? Una novela que reflejaba una realidad inmediata, con el pecado añadido de que la realidad dejaba empañado el espejo con el espeso vaho de la mediocridad. Una epopeya de la mediocridad, como la definió Gide. Una novela “antinovelesca”, porque en ella “se anunciaban” cosas que luego no ocurrían, porque allí no ocurría nada. Nada más que la vida. Eso para un lector de novelas era entonces una novedad, una novedad que se parecía mucho a una estafa. Estas palabras de Brunetiére resumen bastante bien ese reproche de la crítica: “Todos sus personajes se agitan en el vacío, giran como veletas, sueltan la presa por su sombra, se disminuyen en cada nueva aventura, marchan hacia la nada.”

La obra era forzosamente mediocre, puesto que sus personajes lo eran. Negaban, al hablar así, la posibilidad de escribir una novela genial con personajes mediocres, que era precisamente lo que tenían en sus manos.»

 

Escribir una novela genial con personajes (y situaciones) mediocres… he ahí el milagro del realismo; casi jamás alcanzado. Esto es excusable: el aprendiz de cualquier época, lo primero que observa es la aparente sencillez del método –de las palabras, de los sucesos–, ergo, la facilidad aparente de la imitación.

Flaubert compartía la decepción antes de publicar La educación sentimental: «no comparto sus esperanzas sobre la novela que hago ahora. Yo creo, por el contrario, que será una obra mediocre, porque la concepción tal vez sea viciosa. Quiero representar un estado psicológico, verdadero para mí, aún no descripto. Pero el medio en que mis personajes se agitan es tan copioso y bullente que arriesgan desaparecer en cada línea…»

 

Esa búsqueda (representar un estado psicológico aún no descripto), creo yo, justifica el fracaso, las malas críticas, la obra irregular poco lograda o malograda. Lo mismo con toda la literatura de iniciación: escribir mal hasta que algo salga bien.

 

Tratando de obras geniales mediante personajes de poca monta, imposible no mencionar al ruso Ánton Chéjov. Algunos escritores describen la miseria y mediocridad, precisamente, con una escritura y una historia del mismo sabor. Chejov, a través de las insignificancias de personajes insignificantes, en una alquimia misteriosa que, como decíamos, pocos han logrado reproducir (uno de ellos Hemingway) alcanza alturas inesperadas de grandeza y profundidad.

Podría decirse que los rusos, Gogol, Dostoyevski, Tolstoi, Chejov, son el único realismo que tolero, que me fascina, que quiero releer hasta el fin de mis días. Un realismo psicológico que, según Borges, agotaron; fueron su principio y su fin: «los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor a la humanidad… Esa libertad plena acaba por equivaler a pleno desorden.»

Y continúa, respecto al realismo: «la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día.»

 

? El realismo actual continúa siendo, o pretende ser, psicológico, pero en el sentido de que se asemeja a las anotaciones que hace un psicólogo de lo que su paciente le dice. Una psicología

 

El realismo de aventura, por otro lado, ha muerto para siempre, en cierto modo. Un Jack London, un Herman Melville, un Joseph Conrad, un Stevenson, no se dan con facilidad. El lobo de mar no es escritor. El escritor no es lobo de mar. El escritor ya no se busca la vida en tierras o mares ignotos por necesidad; ya casi no quedan tierras y mares ignotos, y ya casi no hay otra cosa que turismo aventura, un oxímoron.

 

El escritor contemporáneo es –debe serlo– un especialista en relaciones públicas, en redes sociales, conocedor del mercado y frecuentador de congresos, talleres, presentaciones, ferias, mesas redondas; abultador de curriculums. Proactivo, hipersocial y youtuber, para ingresar –y lograr permanecer– dentro de los mundillos o círculos literarios. Leer y alabar obras de sus pares, ir a sus presentaciones formales, para que estos a su vez vayan a las suyas, en una circularidad endogámica algo viciosa (e incestuosa).

Y dedicarse a escribir «un argumento, vamos, algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes», como recomienda Julio Stein en La vida breve de Onetti.

 

Otro animal obsesionado con la realidad –objetiva y subjetiva– fue Faulkner, a quien le cabría una crítica hecha a un escritor actual (Karl Ove Knausgård): sus libros buscan las escenas sublimes rodeándolas de toneladas de tedio. –Creo que primero fue Joyce quien rellenó páginas de minucias, como quien pasa una lupa por sobre los objetos; y el voyeurismo declarado alcanza su culmen con el nouveau roman, hijo autoproclamado de Flaubert–. De esta rama faulkeriana, de este realismo sufriente y provinciano, surgirán Onetti y Saer.

Utilizar locaciones reales o imaginarias (modificaciones nominales) no hace más o menos realista (o imaginaria) una obra, que siempre es lo mismo: ficción. Lo dijo Saer:

«En primer lugar, la invención de un territorio propio para implantar en él sus ficciones no es una exclusividad faulkneriana: es la condición necesaria de casi todas las empresas narrativas. A esa condición, apenas si dos o tres casos diferentes la predican: o bien el territorio es representado con su propio nombre (Flaubert, Svevo, Joyce), o bien el nombre es modificado (Faulkner, Musil, Onetti), o bien el nombre es elidido [eliminado], como sucede con Kafka… El territorio en el que un narrador instala sus ficciones sólo tiene un parentesco lejano con el espacio o la geografía habitados por los seres de carne y hueso que chapaleamos en lo empírico. Inventando su propio territorio, Onetti no hace más que adoptar una de las variantes en la que se resuelve esa premisa fundamental (pero no única) de toda narrativa.»

 

El realismo provinciano, hoy citadino, abundantemente solipsista, parece reflejar un hondo pesimismo para imaginar cualquier clase de realidad que no sea la dictada por el sentido común o la más absolutamente inmediata: el cielo es gris, la calle hace ruido, las paredes y el cielo raso de la pensión están descascarados. Surge un amor, y luego la frustración. Surge un maridaje, un proyecto, luego tambalean y caen. Hay desempleo, poca plata, luego hay trabajo pero se es explotado, pasan cosas, se es despedido; etc. La vida misma. Realismo apabullante. Y a veces entremedio de estas aventuras terrenales, surge el fantasma o lo fantástico, lo que rompe, supuestamente –según las leyes de la vida o la física–, la monotonía.

«…algunos autores descubrieron la conveniencia de hacer que en un mundo plenamente creíble sucediera un solo hecho increíble; que en vidas consuetudinarias y domésticas, como la del lector, sucediera el fantasma. Por contraste, el efecto resultaba más fuerte. Surge entonces lo que podríamos llamar la tendencia realista en literatura fantástica.» (Adolfo Bioy Casares, Prólogo a Antología de la literatura fantástica), rubro al que creo enclaustrar a Schweblin y Enriquez.

La literatura plenamente fantástica no se libra en absoluto de la falta de imaginación y originalidad: brindarle poderes mágicos o extrasensoriales, o mucha fuerza o capacidades extrahumanas a personajes tipificados, de limitada psicología y ambición (venganzas, alianzas, patriotismos), como en sagas, animé y comics, es síntoma de la misma enfermedad.

 

Pensemos como ejercicio, por último, en el realismo disruptivo de los sueños lúcidos: uno puede hallarse en la cocina de casa, y a nuestro lado aparecer nuestro hermano, que vive con nosotros, como siempre, a la hora de cenar. Pero, de pronto, comprendo que no es mi hermano, que es una apariencia. Que detrás de las paredes archiconocidas y aparentemente sólidas de la cocina se encuentra, sin saber cómo, una estructura abismal, infranqueable, de arquitectura inverosímil…; esa tampoco es mi cocina. ¿Yo seré yo?

Y todo esto sin movernos un centímetro del sitio tan familiar, tan cotidiano. Pero algo no está bien. A veces esto es la realidad. ¿Qué importan los nombres, los lugares, las fechas, las apariencias, sino para inventarios administrativos?

¿Qué hay de real en la realidad, más allá de ciertas constancias, de ciertas nomenclaturas inamovibles, que no son las cosas en sí?

Borges gustaba de citar estas palabras de Chesterton: «“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal. Cree, sin embargo, que esos tintes en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos [Lenguaje]. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo…”. Chesterton infiere, después, que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad; entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas…»