Otro elogio a la Ignorancia

 

Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser;

los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha. 

 

J. L. Borges, De alguien a nadie, 1950

 

 

Como presume Borges, el emperador Shih Huang Ti mandó quemar todas las bibliotecas para que se desconociese el pasado y él fuese para el futuro artificiosamente, forzosamente el principio de la historia. Con otros métodos pero con idénticas intenciones de persuadirse únicos, primeros y últimos, certeros biblios (cada cual llamado El Libro) se autoproclamaron sagrados e inmutables [1], donde una coma de más haría estragos sobre el orden universal, donde cualquier otra obra sería una ofensa a sí mismos [2]. 

 

Cada uno de ellos lo abarca todo, lo ocupan, lo abastecen, lo sacian todo, desde las fibras íntimas del ser hasta las fronteras del universo: cómo todo empezó desde el barro originario, desde el Caos, y cómo esta obra de inteligencia divina perecerá. Todos y cada uno de ellos, por lo tanto, se empujan, se expelen mutuamente, se refutan, se ofenden (profetizando así, aún antes de declararse, las guerras y enconos).

 

Por este camino anduvieron las cosmogonías y metarrelatos posteriores hasta nuestros días –religiosos, escolásticos, sincréticos o seculares; inspiraciones divinas, híbridas o humanas– que invitan de igual modo a abandonar la búsqueda de la verdad más allá de sus páginas, a contentarnos con el paraíso perdido o el materialismo histórico o la ineludible influencia de los astros.

 

Lo mismo el liberalismo progresista que el socialismo de Marx, suponen que lo deseado por ellos como futuro se realizará inexorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. [3]

 

Una vez aprendida La Verdad, el resto de conocimientos o escrituras anteriores o posteriores se vuelven ociosas o insultos heréticos a ella. No pueden convivir. Teniendo en cuenta que luego instituciones, estados, medios, familias, individuos la abrazan incondicionalmente, el aire del mundo se torna a la larga irrespirable.

 

El rastro de sangre que es la historia confirma la impensable convivencia, no obstante, también lo justifica: no son enfrentamientos entre semejantes -nos dicen los manuales-, sino entre antípodas: entre naciones, entre culturas, entre religiones (entre libros, entre pliegues, líneas, surcos, entre ríos o cordilleras, entre pensamientos y fisonomías, entre gramáticas y caligrafías, entre músicas, comidas y ropas típicas). 

 

Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. [4] 

 

Este peculiar desdén por las abstracciones no está tan preocupado por achicharrar las carnes como por carbonizar cosmovisiones: ideas, canciones, lenguas, medicinas, incluso recetas culinarias de un pueblo; hiriendo así sus libros, códices o papiros –ni más ni menos que el formato histórico en el que todo aquello se comenzó a atesorar.

 

El Libro (cualquiera), La Verdad, cuando triunfa, cierra un círculo: La Sabiduría, desde entonces, es accesible, porque cuenta con un número previsto de verdades y acciones oficiales. Un conocimiento se transforma, por intermedio de censores y autoridades que a la larga se vuelven invisibles, en el Conocimiento.

 

La Edad Media no fue oscura por su ignorancia –etiqueta que sólo puede otorgarse tomando siglos de distancia- sino por su sabiduría, es decir, su saciedad y empacho, su sensación de poseer ya todas las respuestas. "…el universo era limitado y de sencilla comprensión. La tierra y el hombre eran su centro; el cielo y el infierno, el lugar predestinado para la vida futura, y todas las acciones, desde el nacimiento hasta la muerte, eran de una claridad cristalina en cuanto a sus relaciones causales recíprocas." [5]

 

Ver con suficiencia aquellas edades pretéritas llamadas oscuras desde el pináculo de nuestro presente, es precisamente poseer el mismo espíritu de soberbia que aquella Edad tenía respecto a su pasado. [6] Satisfecha con su libro único, con su creación espontánea de una pareja heterosexual y pálida que derivó en las demás; percibiéndose superior a los escandalosos culebrones griegos y nórdicos, al templo atiborrado de Roma que sumaba un dios por cada provincia adherida.

 

 En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella, de Bacon. [7] 

 

Ray Bradbury imaginó un futuro donde los libros fueran eliminados, pero más adelante, intuyendo quizá que esta concepción tenía un lado positivo inesperado, a saber: que la destrucción sistemática del conocimiento en manos del estado implicaba que alguien (necesariamente muchos) quisiera tener acceso a él; aseguró que un futuro más temible que mandarlos a la hoguera, era tenerlos vivos y no leerlos (recordando una vez más que el formato físico “libro” es irrelevante, transitorio y una mera excusa; lo esencial es lo que sus toscos signos pretenden encarnar, una sabiduría universal representada inmaterialmente –como realmente es- en el final de su Farenheit, donde un conjunto de hombres guardan la memoria universal a través de la memoria individual; sin tintas ni papeles).

 

La distopía bradburiana se transformó con el tiempo en utopía: un estado represor, sobrepasado, tratando de contener una población sedienta de conocimientos. Una situación inconcebible y muy optimista respecto a lo que de hecho ocurre, un futuro (un presente) más trágico y violento aún que lo que los pesimistas del siglo XX profetizaron: los conocimientos más remotos están al alcance de todos, sin embargo, hemos decidido prescindir de ellos, pues nos sentimos colmados, satisfechos con lo que sea que tengamos dentro o enfrente.

 

Creer poder prescindir de esa infinidad de libros de conocimientos infinitos, es creer que la sabiduría está cerca, a la vuelta de la esquina (ya escrita en algún lado), porque sólo uno de todos ellos puede tener la razón. “Expliquemos a nuestros niños que la verdad todavía no ha sido escrita...”, intentó advertir el filósofo y político francés Sébastien Faure.

 

 Admitir sabiamente esa infinidad de puntos de vista (todavía sin horizontes), jamás alcanzable en una vida mortal, es declarar el estado permanente de ignorancia, que sólo puede paliarse, combatirse humildemente, nunca derrotar. 

 

 Un individuo o una época que sea consciente de su ignorancia, que presienta o sospeche que hay rincones del universo y la mente que desconoce (que duda de su Libro, que lee otros que lo contradicen), automáticamente, deja de serlo. 

 

Nada más sabio que la consciencia de La Ignorancia; nada más soberbio, inculto y pretencioso que dar el mundo por cosa resuelta y acabada. 

 

Una manoseada expresión dice que no hay nada peor que desconocer la historia y por ende repetir sus vicios, pero su verdadero sentido se nos escapa, que refiere, en el fondo, a la consciencia o inconsciencia de esa ignorancia: peor que desconocer la historia y las leyes que rigen el cosmos –que no es más que una situación transitoria de pura potencialidad, que alienta a caminar, una invitación implícita a la expansión–, es creer conocerlas, poseerlas con seguridad y soberbia satisfacción –que es un final, una meta, una circunstancia paralizante, que aplaca la curiosidad, una invitación al sedentarismo y a la inacción. 

 

Y esta situación última de suficiencia y aparente sabiduría, paradójicamente, es el verdadero desconocimiento, ese del Libro Único y Último, ese de la Edad Media en el que todos los libros eran el comentario –y el comentario del comentario- de aquel dogma central sobre el que gravitaban todos los demás. [8] 

 

Nada más razonable que perseguir la verdad, nada más arrogante y perezoso que creer encontrarla en algún lado. 

 

 ¡Cuidado con el hombre de un solo libro!, advirtió el erudito inglés Isaac D'Israeli. Este Libro, actualmente, puede ser cualquier cosa, cualquier círculo cerrado de información y conocimiento: los medios, las ideas de los padres, el supuesto de argentinidad, el marxismo, la astrología, el peronismo y el antiperonismo, un arte considerado superior a otros, el feminismo, un estilo de vida superlativo y ejemplar, etc. 

 

 Los tiempos más tristes de la humanidad no fueron los de desconocimiento e ignorancia -lo que implicaría una puerta abierta a lo extraño, a lo inexplorado, a lo inédito-; sino aquellos más soberbios, más seguros de sí, persuadidos de su propia verdad satisfecha e imperturbable, y por lo tanto, más propensos al contraste, más predispuestos a dibujar en el contorno del horizonte enemigos concretos, evidentes adversos de sí mismos; y a declarar en consecuencia la razonable intolerancia del que tiene la razón, en una justa guerra, sea mediante el improperio, la espada o la invisibilización (algunas de las formas que toma la beligerancia). 

 

¿Es quizá ésta una época en que los ciudadanos del mundo -que lo habitan vertiginosamente montados en su tecnología- creen que todo está ya escrito, ya dicho, ya concluido y delineado, y no vale la pena hacer otra cosa que el comentario del comentario de lo que las autoridades consagradas –totalmente ocultas o disfrazadas de leyes o información- proponen?

 

 La respuesta a la ambigua pregunta que alguna vez nos podemos hacer “¿por qué hay tanta gente ignorante en el mundo?” es sencilla: los que no saben, no saben que no saben, y lo que es exactamente lo mismo, creen que saben. El creer saber es la forma solapada y racionalizada que toma el no saber. Paul Watzlawick resume en un juego de palabras lo que el otro psicólogo R. D. Laing había ya resumido en sus investigaciones: si no sé que no sé, creo que sé. Si no sé que sé, creo que no sé. [9]

 

 La manía, la costumbre, la epidemia que azota el mundo occidental entero es la de sentirse siempre completo con el conocimiento que se posee, cualquiera sea este. 

 

 No hay que dudar de la ignorancia y prepotencia de aquella sociedad o individuo que se considera en la cumbre, que sabe responder a todo altivamente, y peor aún, que tiene la solución a todos los problemas. 

 

 No hay que dudar de la vanidad y pedantería de aquel que prima defender las convicciones propias posponiendo el comprender las ajenas.

 

 La parábola platónica de la caverna en sombras es una vana advertencia sobre un razonable autoengaño del hombre y la posibilidad de un mundo exterior que ignoramos, y peor aún, que negamos que ignoramos; en cambio, “El camino de Dios es perfecto; la palabra del señor es intachable” (Samuel 22:13) aparenta una sabiduría inmensa, cristalina, total. La una declama oscuramente un estado probable de ignorancia perpetua; la otra, es un dictamen sabio, totalizador, memorable. 

 

No es difícil adivinar cuál de estas dos premisas obtuvo mayor éxito de masas, cuál puede ser una verdad que incluya innumerables naciones en una religión, y cuál una simple anécdota humana e imperfecta, una alegoría impopular, que como reza ella misma, es negada por el hecho de ser cierta.

                   

Bruno del Barro

07/01/2018

 


[1] “A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el Alcorán (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira.” (Del culto de los libros, Jorge Luis Borges)

 

[2] “La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.” (L'âme de Napoléon, Léon Bloy)

 

[3] José Ortega y Gasset (1929), La rebelión de las masas, Barcelona, España: Planeta-Agostini.

 

[4] Jorge Luis Borges (1941), El jardín de senderos que se bifurcan, Bs. As., Argentina: Emecé Editores S.A.

 

[5] Erich Fromm (1941), El miedo a la libertad, Bs. As., Argentina: Ed. Paidós SAICF   

 

[6] “Ha habido, pues, varias épocas en la historia que se han sentido a sí mismas como arribadas a una altura plena, definitiva: tiempos en que se cree haber llegado al término de un viaje, en que se cumple un afán antiguo y plenifica una esperanza. Es la «plenitud de los tiempo», la completa madurez de la vida histórica. […] Es decir, que la famosa plenitud es, en realidad, una conclusión. Hay siglos que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial.” (La altura de los tiempos, José Ortega y Gasset)

 

[7] Jorge Luis Borges (1951), La esfera de Pascal, Barcelona, España: Bruguera

 

[8] “...el lenguaje del siglo XVI [Renacimiento, período de transición entre la Edad Media y Moderna] se encontraba en una posición de comentario perpetuo...”

Michel Foucault (1966), Las palabras y las cosas 

 

[9] Paul Watzlawick, (1979), ¿Es real la realidad?, Barcelona, España: Herder

 

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